Una ciudad distinta desde la que se ven las montañas más altas del Himalaya más oriental.
Se llega poco a poco, entras en la maraña de calles desordenadas por barrios de campo que anticipan un caos conocido: ruido, gente, coches, motos, bicicletas... siempre gente metida en un bucle.
Gangtok es la capital del estado indio de Sikkim. En el año 1975, hace relativamente poco, se abolió la monarquía y el antiguo reino se convirtió en el estado número 22 de la India. En la que fue ciudad de paso obligatorio para adentrarse en las altas cumbres del Himalaya se cree que viven alrededor de 50.000 habitantes.
Los atardeceres en estas ciudades tienen siempre un componente cálido y mágico. Me gusta disfrutar en soledad de la hora en la que el bucle crece y se vuelve lento. Un bordillo, una barandilla oxidada, el suelo, a veces un banco, son los mejores balcones que uno pueda imaginarse para contemplar la vida, para tratar de escuchar la respiración de los que pasan sin ver. Son en su mayoría nepalíes asentados aquí durante el dominio británico, pero también lepchas nativos, bhutias, tibetanos refugiados, marwaris, bihari y bengalies.
Estoy cansado, con el rostro abrasado por el frío y el sol de altura, la piel reposando sobre huesos livianos, los ojos hundidos y lunáticos dispuestos a absorber hasta el más mínimo detalle y el alma saliéndose desbocada. Cualquier día es bueno, cualquiera. Después siempre me pregunto cómo serán los días allí cuando nosotros no estamos, ¿parará el bucle? He de confesar que tiempo después sigo mirando las previsiones mateorológicas para estos sitos con el único afán de imaginar la vida allí.
Cae el sol. Una mirada inquieta a los picos lejanos teñidos de rojo fuego y salgo. Callejeo hasta el centro. Desde el primer día me detuve inquieto en una calle occidental dentro de un mundo distinto, por la luz, por los usuarios, por la perspectiva, por su situación, por constituir un decorado diferente que no acaba de encajar en el antiguo tejido urbano. Una calle entera llevada hasta allí para substituir a otra igual al resto.
Busco el centro cegado por las luces de farolas que no encajan. Atravieso la marea urbana y me apoyo en una barandilla verde decorada en su punto central con un diseño esquematizado del nudo infinito. Observo inquieto a derecha e izquierda. Enseguida consigo trascender a mi posición y dejo de pensar en nada que no sea lo que veo. Vienen rápido historias de vida contenidas en cientos de rostros distintos marcados en su mayoría por el cansancio. Cada rostro una historia rápida difícil de contar. ¿Qué dejará hoy la marea?
Reposando el cuerpo contra la barandilla verde decorada con un nudo infinito el tiempo se detiene. Entre la multitud que camina por este decorado sobresale, formando un plano inclinado, una enorme caja de cartón. A medida que se acerca puedo ver que se trata del envoltorio de una nevera de las grandes, de las de dos pisos. La caja flota entre los transeúntes, se desliza a una velocidad pausada, sin interrupciones; el bucle lento por el paso de un día más, impide un avance más rápido. No entiendo. Algunos minutos después el pesado bulto está casi a mi altura entre la gente, ya puedo ver que no se desplaza por arte de magia. Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos después está frente a mi. Bajo el enorme frigorífico con embalaje impecable distingo un hombrecillo. Me muevo inquieto sin despegarme de la valla para verlo mejor...
Veo un bengalí de poco más de un metro y medio de estatura con el rostro cubierto de enormes gotas de sudor. La luz de las farolas hace que su cara marcada por dos enormes ojos blancos resulte abrumadora por el enorme peso que soporta un cuerpo tan pequeño. La frente comprimida por la ancha tira de cuero, apoyada sobre un simple trapo para no rozarse, une la cuerda que rodea la carga por su parte inferior y soporta todo el peso; el sistema es simple.
Lleva camisa de cuadros azules y pantalón de franela marrón recogidos con pulcros pliegues hasta la mitad de la pantorrilla. Va descalzo. La musculatura de sus piernas a la vista, tensa por el esfuerzo, parece no encajar en un cuerpo diminuto.
Difícil calcular su edad.
Avanza sin detenerse.
No soy capaz de atraer su atención como él la mía.
¿Qué pensará atrapado en su agujero de gusano? Un paso tras otro sólo mira el suelo de pulidas baldosas de color salmón en busca del siguiente, ¿contará los pasos?
Por la disposición de la escena su rosto descompuesto de sudor y cansancio estuvo frente a mi durante un triste segundo pero, en sus enormes ojos blancos enredados en cada paso, pude ver el mar del golfo de Bengala que nunca vi. Después continuó alejándose engullido por un río de gente que no puedo imaginarme a dónde se dirige... pronto volvió a ser sólo una enorme caja de cartón y luego... nada. Alguien, alguna vez, llegó a sugerir que todas estas escenas forman parte de un decorado que se retira cuando nos vamos, yo no lo creo.
Igual que las cosas que deposita la marea sobre la playa y las frases escritas en simples servilletas de cafetería cuando se nos ocurren, las historias de los porteadores de las faldas del Himalaya, son muy socorridas cuando no hay nada que contar.
Calle central. Gangtok. Sikkim |
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