Noto una carretera monstruosa saliendo de una ciudad monstruosa que se niega despertar sumida en un calor pastoso cuando todavía no amaneció. En sus aceras cuerpos marchitos que no esperan nada consumidos de hambre, calor y humedad. No sé si son capaces de sentir desesperación.
Como en Balde Runner, cientos, miles de bloques de edificios que esperan vida. Durante kilómetros los veo pasar preguntándome en dónde estará ahora la gente que los ocupe. Me provoca desasosiego, mi mente no es capaz de abrirse tanto para imaginar un futuro allí, con sueños, ilusiones, esperanzas, fracasos, dolores...
Horas, sí, horas viendo pasar los monstruos de hormigón que casi se pierden en la bruma de la contaminación de una ciudad que no tiene límites conocidos, ¿es algo parecido a la ciudad de los gatos? No me atrevería a entrar allí y perderme por unos espacios que, desde fuera, se antojan tan irreales como la paradójica ciudad creada por la mente del genio japonés. Viendo esto se comprende porque fue capaz de imaginar algo así.
Son muchos carriles modernos que unen Delhi con Agra, ordenado, desordenado, puede pero no alcanza, irradia una luz lúgubre amparada por un día que amenaza tormenta.
Ojos perezosos que se internan en un horizonte de arrozales y tétricas chimeneas de tétricos hornos para cocer, tal vez, tétricos ladrillos que parirán espacios indefinidos de algo parecido a la felicidad. Me gustaría impregnarme de ese mundo, es lo que tiene el triángulo de la India, nunca es suficiente: quieres más luz, más olores, más rostros cansados, más espacios perennes, más colores. Quieres, en definitiva, comprender más.
Algo así, en una pequeña dosis pasa como en un sueño artificial que se aproxima más a la vigilia que a estar realmente dormido. Los sentidos a flor de piel vagan por paisajes verdes, húmedos, cenicientos... Comparten camino con gente encogida, tostada por un sol que nunca llega a brillar como en los cuadros de Van Gogh. Quisiera estar allí observándolos detenido en el margen de la carretera, preguntarles que significa para ellos esta arteria, no se me ocurre que pensar, no soy capaz evidentemente, de sentirme sintiendo allí lo que sentiría vestido con un sencillo traje blanco que malamente alcanza a cubrir el cuerpo.
¿Y los elefantes? ¿Dónde están los elefantes? Es lo único que falta para completar un paisaje tópico al lado del monstruo que nos conduce a darnos de bruces con el Taj Mahal. Debería ser obligatorio conocerlo, imaginarse por lo menos una armonía así. Salman Rushdi lo definió con precisión: la realidad siempre supera la ficción.
Alejado del dolor, un domingo tormentoso del mes de julio, volví a darme cuenta de que el mundo es tan grande que merece la pena vivirlo. Pequeñas cosas alejados de los grandes circuitos son las que nos hacen sentirnos viajeros volviéndonos tan livianos como cuando abandonamos el cuerpo. Me pregunto cómo son el resto de los días allí cuando no estamos, cómo son, en definitiva sus días y si son capaces de percibir ellos un domingo cualquiera del mes de julio con la serpiente que los divide vomitando ruidos e historias que les son totalmente ajenas.
Gente en movimiento en todas las direcciones. Un área de servicio que podría estar en cualquier país del mundo con este tipo de instalaciones. Quise entrar para verlos, era el único occidental en aquel espacio en el que se mezclaba el calor con multitud de olores indefinidos. Uno, dos, tres segundos y salgo en busca de más calor y humedad. Pienso: así es como es una tarde de domingo cualquiera de cualquier mes de julio a muchos miles de kilómetros. A veces, cuando la mente se vacía, los pienso allí descansando para volver a enfrentarse a sus vidas... Y cuando llueve, y cuando es diciembre, y cuando inician unas vacaciones. El uso que hacemos de nuestro cerebro es tan insignificante que dificulta la percepción de determinados matices de las cosas que se producen fuera de nuestro ámbito. Desde qué observo estas cosas me gusta jugar a recordar como era y como estará siendo cuando aquí sucumbe un verano que sí, esta vez llegó a tiempo.
No estoy seguro de que pueda imaginarlos corriendo por el arcén de una autopista durante kilómetros y kilómetros en las inmediaciones del monstruo que acabará por engullirlo todo. Aquí algunos con el torso desnudo trotando suave bajo una luz que declina, allí otros reposando el esfuerzo... ¿Por qué no corren entre los arrozales? Yo lo haría, por eso no los olvidé y vuelve a mi cabeza sin esperarlo, sin entender por qué. ¿Qué hacen cuando regresan a casa? ¿De qué tienen miedo? ¿Tienen miedo? ¿Están asustados de la luz de su país? ¿Qué pensarían si yo me pusiera a correr con ellos? Los había visto enfrentarse al frío, a la nieve y a la falta de oxígeno de las montañas cubiertos por simples plásticos de los que se utilizan para fabricar bolsas de basura, nunca me imaginé que alguno de esa especie de humanoides recubiertos de plásticos industriales pudiera entrenar su cuerpo en el arcén de una de las autopistas que rodean al monstruo que se alimenta de vidas.
Casi nunca, sus ojos negros apagados, transmiten nada. Es muy difícil imaginar que piensan mirándole a unos ojos que, sólo en ocasiones, emiten algo parecido a un destello similar a la emoción. Los veo rodeándome al regreso de una cumbre para felicitarme y hacerme mil preguntas que no doy respondido, sus caras nunca dejan intuir lo que su espíritu quiere saber. Hombres, mujeres, da igual. Y yo, allí parado con los mismos ojos lunáticos de siempre tras cruzar de nuevo la delgada línea roja, querría contarles que vivo en un lugar sin ruidos, ni calor, ni humedad y que corro por la tierra desnuda rodeado de una luz verde, transparente...
Autobús parado en el medio de la serpiente que vomita ruidos, una mujer caminando por el arcén, sin prisa. En la mano derecha una pesada maleta. El cuerpo cubierto por un llamativo sari oscuro. También se dirige al monstruo... Siento miedo.
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