Los
veía todos los días, a todas horas y en todos los lugares posibles. En la playa, en el paseo, en la plaza... En bicicleta, en monopatín,
andando... Ninguno de los dos supera los trece años.
Raúl es de
un pequeño pueblo costero y Sara va allí de vacaciones con su madre
todas las temporadas. Se conocen desde siempre. Crecieron juntos al
ritmo de las mareas sin más obligación que ponerse morenos y
disfrutar de la vida amparados por la libertad que proporcionan las
pequeñas localidades sin peligros objetivos.
Aunque todos los
veranos se acababan, por algo que ignoro, éste fue especial para
Sara y Raúl; supongo que de alguna manera el paso del tiempo les
hizo descubrir sus sentimientos, sus cuerpos...Ahora ya no corretean
desnudos por la playa ni hacen castillos de arena; bueno, y si los
hacen, son de los que duelen cuando los derriba la vida.
-Es
una historia normal ¿verdad?. A mi me lo parece.-
Una noche sin luna salí al balcón como hago siempre antes de
acostarme. Encendí un cigarrillo y comprobé que el duende estaba
sentado en la barandilla contemplando la noche en silencio. Después
del viaje desesperado a los Alpes habla lo indispensable, es más,
creo que decidió comunicarse únicamente con su amplio repertorio de gestos elocuentes.
Sólo
se oía el murmullo del mar y los ecos difusos de la terraza de algún
bar lejano. Era, como suelen ser allí, una noche tranquila en el
exterior de mi cabeza.
Bajo el balcón hay un banco que está
siempre vacío. Es de esos bancos de colocación absurda que nadie
utiliza nunca porque no miran hacia ningún sitio.
Los vi
aproximarse en silencio por la acera de enfrente. Comprendí
enseguida que algo no iba bien. Sara grita siempre como un demonio y
hoy los dos caminaban en silencio, con la cabeza agachada y
concentrados cada uno en su inseparable teléfono móvil. En alguna
ocasión los observé jugar durante horas en un banco de la plaza;
todo eran risas, gestos de complicidad y mimos entre dos personas que
traspasaron, sin darse cuenta, el umbral de lo permitido para no
sufrir.
Cruzaron la calle y se sentaron en el banco absurdo bajo
mi balcón.
Continuaron mucho tiempo en silencio ensimismados en
sus móviles. No sé, cinco, diez, quince o veinte minutos sin
articular palabra. Sin mirarse. Intentando ignorarse para evitar
algún tipo de dolor. De pronto, como no podía ser menos, Sara
rompió el silencio.
-Mi
madre dijo que estaría todo preparado para salir a las once-.
Raúl
levantó la vista del teléfono y la miró. Con la voz encogida por
el miedo, respondió:
-¿Quieres
que me asome a despedirte desde la esquina?. -
-Sara
hizo un movimiento negativo con la cabeza. Estaba segura de que él
estaría igualmente viendo como se iba escondido detrás de las
cortinas del salón de su casa.
Necesité sólo dos frases para
entender lo que estaba pasando. Tenía un dolor imposible bajo mis
ojos. Recogí las cosas del balcón y me dispuse a entrar; ni debía,
ni quería escuchar el resto de la conversación.
Miré
al duende, que con un sutil ademán, me indicó que me quedara. No me
gustó pero accedí en el momento que empezaba a sonar en mi cabeza
el arpa de Loreena McKennitt.
Después de otro silencio
interminabe, Sara preguntó con la voz ahogada por las lágrimas:
-¿Vas
a seguir queriéndome, te vas a olvidar de mí...?.-
Fue suficiente para hacerme entrar
cerrando la puerta sin hacer ruido. Esos son momentos mágicos que
pertenecen sólo a dos personas y, en algunas ocasiones, a dos
personas y a un duende.
Cuando tuve todo dispuesto para meterme en
la cama, el duende del bosque húmedo de Pirineos preguntó:
-¿Crees
que cumplirán todo lo que se prometan?-.
Desde
que hiciera su gesto para que me quedara tenía muy claro que aquella
jornada no acabaría sin una pregunta despiadada. Dudé la respuesta, poniendo cara de fastidio, respondí alto y claro:
-Me
gustaría dormirme pensando que sí...-.
Algún
tiempo después mientras fotografiaba gaviotas al atardecer encontré
a Raúl sentado en un banco del paseo del mar. En el mismo banco de
siempre; aquel en el que compartía los lentos atardeceres de verano
con Sara. Pasaran ya dieciséis días desde aquella noche y la luna
volvía a estar casi redonda como una galleta. La escena era simple y
repetida; una figura menuda con la cabeza inclinada sobre un teléfono
móvil que ni siquiera levantó la vista cuando pasé frente a él.
El tiempo pasa y caminamos inexorables hacia otro verano ¿serán
capaces de resistir los colores del otoño, unas Navidades, una
Semana Santa y... una primavera llena de sol?, ¿los cumpleaños de
cada uno en su rincón?, ¿las largas noches de lluvia?, ¿los
exámenes?...-.
-¡Qué
tontería! Acabo de recordar sus cartas hablándome de cómo iba en
los exámenes. ¿Cuántas estaciones se sucedieron desde entonces? Y
la vida ¿cuántas vueltas dio la vida? Bueno, a todo esto, yo sólo
fui una pequeña parte... Desde luego no sabíamos lo que podíamos
llegar a ser y mucho menos lo que podíamos llegar a destruir.-
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